#2 La segunda montaña

Querido compañero,

Durante años he sentido que mi vida era como escalar escalar una montaña, David Brooks, en su libro La segunda montaña, utiliza esa metáfora para describir dos grandes etapas de la vida. La primera montaña es la que todos estamos llamados a subir al comenzar nuestra carrera. No es solo un asunto de ego o reconocimiento, aunque también. Es la etapa de construir algo propio, de buscar un lugar en el mundo, de forjar una identidad y un sentido de competencia.

En esa subida se mezclan muchos ingredientes: el sacrificio de madrugar, las horas de curro, la paciencia para desarrollar nuevas habilidades profesionales, el miedo a fallar, la ilusión de llegar “arriba”. Es el tiempo de poner a prueba la constancia, de aprender a convivir con la incertidumbre y, sobre todo, de apostar fuerte por uno mismo. Yo he vivido esos años con la intensidad y el vértigo de quien sabe que se está jugando algo importante. No me arrepiento de ese esfuerzo: la carrera te da estructura, disciplina y, muchas veces, el coraje para soportar frustraciones que nadie te había preparado para enfrentar.

La primera montaña, entonces, no es algo necesariamente superficial ni vacío, pero fácilmente se puede convertir en ello. Cuando la ambición que te empuja se transforma en obsesión por el reconocimiento; cuando el objetivo deja de ser crecer y pasa a ser simplemente “acumular” metas, hay un riesgo sutil: uno empieza a perder el sentido que lo trajo hasta aquí.

Es la etapa en la que aprendemos el valor de la perseverancia, el arte de sostener la motivación en soledad y el privilegio – sí, es un privilegio- de poder dedicarte a lo que te apasiona, aunque no siempre salga como imaginabas. Recuerdo bien esos días: el orgullo profundo de ser dentista, la satisfacción de haber terminado el máster en Estados Unidos, las pequeñas victorias silenciosas de cada caso bien resuelto. Pero, al mismo tiempo, la frustración de no poder ejercer como especialista, de trabajar en condiciones que a veces no elegía, de ver cómo los sueños y la realidad no siempre encajaban. Ambas cosas, el logro y la desilusión, la gratitud y el desencanto, forman parte de la primera montaña. Es un trayecto lleno de matices, en el que lo bueno no borra lo difícil, y lo difícil no invalida lo bueno.

Pero, como en toda montaña, llega un punto en el que la cima no es solo disfrutar. A veces, esa cima trae consigo preguntas nuevas, silencios que no habías escuchado antes, o incluso una fatiga que no es física sino existencial. No es que la primera montaña haya sido un error: simplemente tiene su cumbre. Para algunos, ese pico viene seguido de un valle, en forma de un vacío que descoloca; para otros, puede llegar como una crisis personal, una pérdida, o incluso un logro que, una vez alcanzado, ya no llena como antes.

Algunos también lo han llamado “el despertar de la mediana edad”, otros, un “despertar espiritual”. Es ese momento en el que uno deja de perseguir lo que cree que “debe ser” y empieza, con algo de pudor pero también de honestidad, a aceptar lo que realmente es. Por supuesto, casi nunca ocurre sin antes deambular por el valle gris de la incertidumbre que nos separa de la segunda montaña. En esta travesía suelen aparecer desafíos muy esclarecedores: el matrimonio, el divorcio, la llegada de un hijo, una enfermedad, una pérdida, o incluso un trabajo que nos absorbe el alma. Es ahí, en medio de esa niebla, cuando, a veces sin darnos cuenta, empezamos a vislumbrar de lejos la otra montaña. Una nueva forma de estar en el mundo, más serena, menos pendiente del ego y más orientada al sentido.

Pero la segunda montaña no se escala con las mismas reglas. No se trata tanto de acumular, sino de dar. No empieza ni termina en uno mismo. Es el momento en que el propósito se vuelve más importante que el currículum; en que la comunidad, la familia o el impacto en otros empiezan a pesar más que el reconocimiento o el éxito personal. Puede llegar de muchas formas: en una nueva vocación, en el deseo de formar una familia, en la necesidad de cuidar de otros o en la pasión de devolver lo aprendido a quienes vienen detrás.

Lo hermoso de este modelo es que no desprecia ninguna de las dos montañas. La primera es vital. Nos forja, nos da alas, nos enseña a confiar en nuestras capacidades. Pero la segunda , y aquí está la paradoja,  nos enseña a usarlas en favor de algo más grande que nosotros mismos. Un propósito.

Si hoy te ves en la mitad de la subida, si estás luchando por ese primer puesto, por esa clínica, por sentirte “alguien”, te abrazo desde este lado del camino. No hay atajos, ni saltos mágicos. Se trata de vivirlo todo: el vértigo de los picos, la soledad de los valles, la gratitud de cada pequeña cima alcanzada.

Y cuando llegue el tiempo de buscar tu segunda montaña, o si ya empezaste a verla desde lejos, que sepas que no hay una sola forma de subirla. Cada quien encuentra su propio propósito. Lo importante es no temer el cambio. Dejar que el camino nos cambie.

Porque, al final, las mejores vistas no siempre están en la cima. Al final, lo que más valoramos es el viaje.

Disfruta del Camino,

Bruno

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